El Silencio, el circo y el delirio. Placeres culposos.
Hubo una época en que el rock en español fue más que música. Fue un espejo de nuestra identidad, un…

Hubo una época en que el rock en español fue más que música. Fue un espejo de nuestra identidad, un estallido de creatividad que tejía nuestras raíces con el desenfreno de las guitarras eléctricas, con la furia de la batería y el canto de una generación que empezaba a gritar, sin permiso, lo que sentía. A finales de los años 80 y durante los 90, Latinoamérica vivió una explosión musical que parecía dictada por los dioses del mestizaje, por el eco de la calle donde los jóvenes aprendíamos a ser nosotros mismos con una grabadora en las manos y un casete girando como si fuera un tótem.
Tuve la fortuna y el privilegio de vivirlo. De tener casetes rayados de tanto uso. De escuchar en mi cuarto las primeras notas de La célula que explota como si estuviera presenciando una ceremonia azteca cargada de distorsión y poesía. De ver a Caifanes, Fobia, Cuca y Café Tacuba en vivo, en aquellos años, no como leyendas, sino como compañeros de viaje. Eran tiempos donde el rock dejaba de ser importado para hacerse nuestro. Donde México se convertía en un laboratorio sonoro y espiritual. No queríamos copiar a nadie. Queríamos gritarnos desde adentro.
Y aunque en esa década efervescente surgieron genios por toda Latinoamérica, hay que decirlo: Soda Stereo como agrupación, se sentó en la cúspide con una elegancia y una potencia difícil de igualar. También sostengo con toda la terquedad que me permite el alma, que tres discos de agrupaciones mexicanas alcanzaron un grado supremo de calidad y originalidad musical. No hablo de popularidad ni de marketing aunque las tres producciones tuvieron éxito comercial. Hablo de impacto, de profundidad, de belleza. Hablo de tres álbumes que definieron lo que fuimos, lo que somos, y lo que todavía seguimos cantando.
El Silencio de Caifanes es una ceremonia pagana, una danza entre el dolor y la esperanza. Salió en 1992, producido por Adrian Belew, guitarrista de King Crimson, y desde la portada, una inquietante imagen de rostro dividido en tres secciones, como una máscara prehispánica, anunciaba que lo que venía era más que música: era un viaje. Las canciones no se escuchaban, se sentían. Nubes, Nos vamos juntos, No dejes que…, Para que no digas que no pienso en ti… en fin, cada canción era un poema oscuro, una plegaria, una epifanía. Saúl Hernández cantaba como si estuviera en trance, como si invocara a los ancestros. Y la banda, en estado de gracia, tejía atmósferas densas y etéreas, mezclando lo mexicano con lo universal. El Silencio fue el momento en que el rock nacional dejó de ser promesa para convertirse en legado. Fue el disco que nos enseñó que, incluso en la oscuridad, podíamos encontrarnos.
El Circo de Maldita Vecindad y los Hijos del Quinto Patio fue otra cosa. Fue el grito del barrio. Fue el testimonio de los olvidados. En 1991, cuando la modernidad aún no llegaba del todo y el país entero parecía balancearse entre el PRI eterno y la incertidumbre, la Maldita lanzó un disco que era un carnaval de furia y ternura. Pachuco, Kumbala, Solín, Un poco de sangre… canciones que contaban historias y mezclaban ska, punk, bolero y calle. Roco, el vocalista, era un predicador del asfalto. Y el saxofón de Sax (que aún duele nombrar en pasado) nos atravesaba el pecho como si nos estuviera despertando. El Circo no fue un disco, fue un manifiesto.
Y luego vino el delirio. Re de Café Tacuba (1994). Una locura maravillosa, una obra que desafió toda lógica y toda etiqueta. ¿Era un disco de rock? ¿De música tradicional? ¿De algo que todavía no existía? Rubén Albarrán, que entonces se hacía llamar Cosme, nos condujo por 20 canciones tan distintas y brillantes que parecía imposible que convivieran en un mismo universo. Las flores, Esa noche, El baile y el salón, El aparato, El ciclón… era como ver un caleidoscopio sonoro de México, desde el campo hasta la urbe, desde la cumbia hasta el metal. Nunca un disco fue tan libre y tan nuestro. Nunca una banda se atrevió tanto. Re fue un terremoto artístico.
A esos tres discos vuelvo como quien regresa a casa de sus padres. Porque más allá de su perfección musical, de su genialidad compositiva, lo que hicieron fue darnos identidad. Nos dijeron que podíamos mirar al pasado y al futuro sin miedo. Que podíamos amar a José José y a The Cure al mismo tiempo. Que en una misma canción cabían un huapango, una distorsión y un grito de amor.
El rock en español fue muchas cosas. En Argentina fue poesía existencial. En Chile fue resistencia. En Colombia fue catarsis. Pero en México fue alquimia. Fue mezclar lo prehispánico con lo moderno, lo callejero con lo sublime, lo místico con lo urbano. Fue el reflejo de un país que, sin saberlo, estaba encontrando su voz en medio del caos.
Hoy, cuando vuelvo a escuchar esos discos, me reconcilio con el país, con la adolescencia, con mis contradicciones. Me acuerdo del ritual de rebobinar el casete con una pluma Bic, de escuchar el mismo disco hasta que la cinta sonaba opaca. De esos conciertos donde el sudor, el slam, el humo y las guitarras eran una misma cosa. De ese México que todavía no se había rendido del todo.
Y me doy cuenta de que ese silencio, ese circo, ese delirio siguen ahí. Siguen gritando. Porque hubo un tiempo en que el rock en español nos dio identidad y nos hizo existir.
Y como dirá Alex Lora, ¡que viva el rock and roll!
Playlist de rock en español:
Soda Stereo – Persiana Americana, De música ligera
Caifanes – Viento, No dejes que…
Maldita Vecindad – Pachuco, Kumbala
Café Tacvba – El baile y el salón, Las flores
Fobia – El microbito, Me siento vivo
La Cuca – El son del dolor, Señorita Cara de Pizza
Coda – Aún, Eternamente
Maná – Rayando el sol
El Tri – Triste canción, Metro Balderas
La Lupita – Paquita disco
Las Víctimas del Doctor Cerebro – El esqueleto
(Y dejamos más… para una próxima columna).
Las flores de Café Tacuba para Greis.